domingo, 6 de noviembre de 2011

LA TRAGEDIA DEL PARQUEO - HONDA REFLEXIÓN DEL PROMINENTE PERIODISTA SILVIO HERASME PEÑA





Silvio Herasme Peña
Cuando Rafael Emilio González esgrimió su pistola Glock, la artilló, no sabía que estaba a punto de poner término a dos vidas, pero nunca se detuvo y accionó esa horrible arma e hizo algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida.
“No matarás”, dice uno de los mandamientos que Dios le entregó a Moisés en aquel cerro de lo que es hoy Israel o Palestina.
¿Cómo puede una persona normal dejarse atrapar por el enfado de un incidente insignifi cante para destruir una vida últil como la de la víctima Guillermo Moncada Aybar? Pues no lo conocía, no sabía quién ni de qué tipo de persona se trataba.
Sencillamente se le puso enfrente y destruyó esa vida como resultado de ese enfado interno que sufren aquellos que se dejan arrastrar por la adrenalina.
Ahora están muertos los dos. Es verdad que Moncada Aybar fue sepultado y los suyos no lo recuperarán jamás; pero González se suicidó civilmente de la peor manera y arrojó un fétido lodo sobre toda su familia.
No será un héroe para nadie; ni para sus hijos que según su hermana lo veían como “un buen padre”.
Solo la íntima familia podría perdonarlo eventualmente comprendiendo, muy cristianamente, que su carácter fue poseído por las peores fuerzas del averno.
¿Pero cómo podría aceptar la sociedad que una persona asesine a otra por una tontería como ocupar un parqueo, acto en el que la víctima no tenía “ni arte ni parte”? No existe justifi cación alguna sobre actos de esa naturaleza; el matar solo es aceptable cuando se trata de salvar tu propia vida o en una refriega para defender a tu país o a toda la sociedad.
De ahí que se han dictado códigos, se han escrito leyes y se ha impartido educación orientada al ejercicio ordenado de las personas. Ese es el ideal a que aspiramos todos.
Es tan dolorosa la muerte del ingeniero Moncada Aybar, cuya familia ya antes fue sacundida y estrujada por otra tragedia –como la de la muerte del niño Llenas Aybar– que difícilmente se puedan sobreponer a este hecho infame.
Vemos, sin embargo, otra tragedia paralela y no menos dolorosa: la de Rafael Emilio González. El incidente en el que él quedó vivo tendrá graves consecuencias para él y los suyos para todo el tiempo que tengan de vida. Por lo pronto está en prisión, pero el estigma sobre sí mismo y sobre su familia tardará décadas para superarlo, si es que la misericordia divina se lo permite.
La religion, la Constitución, los códigos, las leyes adjetivas previenen que “la vida humana es inviolable” y solo Dios tiene derecho a disponer de élla.
La familia González ha sido condenada ahora a un largo viaje de suplicio; querrán explicar, suplicar y defender a Rafael Emilio, pero solo encontrarán oídos sordos que no les escuchen: ¡Ha matado y debe ir a prisión! Debe purgar por años el extraño asesinato que cometió. Es obvio que a todos los implicados le cambió la vida como resultado de ese homicidio: a la hermana que pidió auxilio, al maestro imprudente que se estacionó en un lugar reservado a lo cual no tenía derecho y, sobre todo al homicida.
La sociedad ha evolucionado hace largo tiempo sobre la base de la autorreflexión y la sanción a actos inciviles y protervos en contra del colectivo. En el Viejo Oeste norteamericano le mataban a usted hasta por una mala mirada y nada pasaba.
Durante el gobierno de Balaguer era tal la violencia ofi cial que provocó aquella refl exión del Padre Rubio en el sermón de “las 7 palabras” un viernes santo cuando hastiado de muertes exclamó que en este país “la vida tiene menos valor que un cabo de cigarillo”.
Fue un episodio superado de nuestra reciente historia que ha dado paso a un régimen democrático y de amplias libertades públicas.
La sociedad dominicana tiene ahora una excelente oportunidad de reforzar las enseñanzas en favor del respeto de los otros, de los valores, de la importancia de la tolerancia.
Esa es la refl exión que nos puede hacer mucho bien a todos. Amén.

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