sábado, 15 de marzo de 2014

"LA CAZA": CINE PARA PENSAR

Mads Mikkelsen encabeza, regio, sobrio, formidable, ese pequeño grupo de hombres y mujeres que son manejados por Winterberg con mano maestra.

Por Armando Almánzar R. (L.D.)
A través de todos estos muchos años de escribir sobre cine, sobre cientos de películas, docenas de veces nos han hecho una misma pregunta: ¿cuál es su película preferida?
Pues bien, de mil y una formas hemos respondido ese cuestionamiento, pero, en sentido general, la respuesta siempre ha sido la misma: no tenemos una película preferida, pero sí muchas, y cuando piensan que, como son muchas, nos referimos a las comedias, a los suspenses, a las tragedias o al cine negro, entonces llega la aclaración: en realidad, las que nos gustan son las excelentes, las mejores, no importa cuál sea su género; pero, podemos agregar, casi siempre que nos sentimos fascinados por un film, resulta que es uno que nos ha dado la satisfacción de pensar sobre lo que nos ofrece.
Si tomamos esta obra de Thomas Vinterberg, “Jagten” (“La caza”), podemos situarlo en esa categoría. Lo que sucede a Lucas, el personaje central de la historia, es como para pensarlo, analizarlo y pedir, por favor a los dioses, que no nos suceda algo por el estilo.
Lucas no es un héroe cinematográfico, no es un “buen mozo” del cine, no es alguien colocado ahí para que miles y miles de chicas suspiren por él o para que miles y miles de chicos se sientan inclinados a imitarle. Lucas es un hombre común y corriente que vive un momento muy difícil en su vida: se acaba de separar de la esposa y se siente dolido porque tiene que pleitear con ella sobre la patria potestad con su hijo adolescente. Vive solo, se siente terriblemente solo, que no es lo mismo. Trabaja en una escuela del Estado para niños y su trabajo le gusta, se siente bien con los pequeños, sabe cómo entretenerles, sabe a perfección manejarse con ellos. Pero un niño pequeño es un ser impredecible y precisamente una niña que es la más cercana a él, que incluso gusta de ir a su casa y jugar con su perro, es quien detona el terrible drama que se abate sobre Lucas: musitando una palabra aquí, otras allá, la niña hace sonar las alertas de la directora de la escuela, y esa señora, a pesar de ser inteligente, de tener preparación para manejarse con niños, en lugar de seguir hurgando en las palabras de la pequeña, las toma de inmediato como ciertas, como una afirmación rotunda sobre las actuaciones de Lucas y le denuncia a las autoridades. Peor, lo denuncia a los padres de los niños y les pide que vigilen y cuestionen a sus hijos para advertir cualquier síntoma de haber sido perjudicados por el profesor acusado.
Y entonces comienza la bola de nieve: un pueblo pequeño, un hombre solitario, y todo se lanzan sobre él como lobos al acecho, cualquier cosa que diga un niño es tomada como ofensa mortal y el acoso se abate sobre el infeliz.
¿Cómo defenderse en semejante situación? ¿Qué argumentos oponer frente a una marea de maledicencia? ¿Cómo rebatir a una pequeña que ni siquiera sabe el alcance que tiene eso que ha dicho? ¿Cómo enfrentar la histeria colectiva?
Y al final, cuando todo parece indicar que el asunto se ha resuelto, nos percatamos de algo: el odio, como el amor, es un sentimiento demasiado poderoso, no es posible extinguirlo o disfrazarlo con una sonrisa, con un apretón de manos, con una ceremonia entre amigos. El odio nunca muere.
Sus trucos, sin efectos especiales, sin gran aparataje, solo con una idea formidable y un guión que no desperdicia ni un minuto, con un conjunto de intérpretes que es capaz de hacer palidecer a los votantes de la Academia de Artes y Ciencias en el renglón interpretativo, con un Mads Mikkelsen encabezando, regio, sobrio, formidable, ese pequeño grupo de hombres y mujeres que son manejados por Winterberg con mano maestra, con una atmósfera opresiva creada a perfección de principio a fin, es uno de esos films que deberían dar envidia a Hollywood.

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